– Para Marie Curie, científica extraordinaria, la primera palabra más adecuada, precisa, justa y que probablemente mejor la defina sea la de “pionera”. Fue la primera mujer en licenciarse en la Sorbona, conseguir una cátedra, dar clases en la universidad, ganar un Nobel, después un segundo y es una de las pocas mujeres que ha sido enterrada en el Panteón de Hombres Ilustres de París.
Lo fue, eso sí, bastantes años más tarde de su muerte: en 1995. El entonces presidente francés, Miterrand, ya delicado de salud, destacó “la lucha ejemplar” de esta gran mujer. El segundo término podría ser el de “rockera del laboratorio”, cogido de un fragmento del ensayo de la escritora y periodista Rosa Montero, “La rídicula idea de no volver a verte” (ed. Seix Barral), en el que se repasa la vida de Curie y que nos sirve de base para este artículo.
Orígenes
Marie no lo tuvo nada fácil ya desde su infancia. La verdad es que su vida está llena de desgracias u obstáculos durante periodos bastante largos. Nacida en el seno de una familia de origen aristocrático venida a menos, sus padres eran profesionales cultos e inteligentes pero sin muchos recursos. De hecho acabaron por alquilar habitaciones a estudiantes para poder subsistir. El padre, Wladislaw, era profesor de física y química en el Liceo; la madre, Bronislawa, era directora de una prestigiosa escuela para niñas. Tuvieron cinco hijos, todos niñas menos un varón. Marie fue la última. Su nombre al nacer era Marya Sklodowska. El año de su nacimiento, 1867; y el lugar, Varsovia, en una época en que el territorio de la actual Polonia pertenecía a Rusia, Austria y Prusia. Al poco de nacer Marie la familia se trasladó a las afueras de la ciudad. El padre había conseguido un trabajo como subdirector que obligó a la madre a renunciar a su trabajo y que la llevó a caer en un profundo abatimiento que, según se dice en el libro, la hizo encerrarse en sí misma y alejarse de sus hijos. Parece que se volvió distante, poco afectiva haciendo del contacto físico un hábito extraño. Según leemos, “Marie se sintió por ello rechazada”.
En 1874 la hermana mayor murió de tifus y cuatro años después fue la madre la que sucumbió a la tuberculosis. Nuestra protagonista apenas tenía once años por aquel entonces. En el instituto fue una buena estudiante, se le daban bien todas las materias, tanto de letras como de ciencias pero acabó inclinándose por estas últimas. De hecho era seguidora del positivismo de Comte que elevaba a las grandes alturas a la Ciencia y relegaba a un segundo plano la fe en la Religión. Acabó los estudios a los catorce años ya que no estaba permitido, era ilegal, el acceso de las mujeres en Polonia a la universidad.
Marie, perseverante, previo a un pequeño episodio de depresión, no quiso renunciar a sus aspiraciones. Urdió un plan con su hermana Bronya, dos años mayor que ella, para emigrar a París y poder seguir formándose. Primero marchó la hermana para estudiar Medicina y después llegaría su turno. Como no había recursos, Marie Curie empezó a trabajar como institutriz para familias adineradas. Evidentemente, no todo fue color de rosa y salió exactamente como estaba planeado. O por lo menos, no sin algún sobresalto o momento en que estuviera a punto de tirar la toalla. Una de las barreras fue dejar al padre en su vejez; la segunda, de repercusiones más dolorosas, un amor no correspondido. En la segunda casa en la que trabajó como institutriz, Marie Curie se enamoró del hijo mayor de la familia, Casimir, de apellido Zorawski y estudiante de Matemáticas en Varsovia. El romance no se concretó y no fue tolerado por la familia de él. Aún así, la historia duró cinco años llegando hasta 1891. Sufrió, y probablemente mucho. Escribió, según se reproduce en el libro de Rosa Montero, una carta a una amiga en la que decía:
“He caído en una negra melancolía […] ¡Apenas tenía 18 años cuando llegué aquí y qué será que no haya padecido! ¡Ha habido momentos que contaré entre los más crueles de mi vida!”.
Pierre, su amor
Evidentemente, para llegar a ser lo que después fue, acabó marchándose a París y concretando, llevando a la práctica, su plan y sueños de formación pero no sin grandes esfuerzos y muchas penurias. Llegó con 24 años, en el otoño de 1891; era alta y robusta aunque después a lo largo de su vida la mayoría de imágenes captaran a una mujer de aspecto austero y más bien delgada. Se cambió el nombre por Marie y cuenta su leyenda que durante los cuatro años que estudió en la Sorbona, vivía en un sexto piso sin ascensor y con una dieta a base de chocolate, pan, huevos y fruta; y con mucho, mucho frío. Se dice que “rompía el hielo de la palangana para lavarse”.
Al poco de licenciarse, en el otoño de 1894 tuvo lugar un hecho central en su vida: conoció a su futuro marido, Pierre, mayor que ella, de 35 años, (Marie Curie, 27) algo peculiar, más bien apuesto y, como ella, un gran apasionado por la ciencia. Era físico pero tampoco disponía de una gran posición. Daba clases en la Escuela Municipal de Física y Química que por aquel entonces no tenía, como más tarde sí tuvo, demasiado prestigio. Hubo química (nunca mejor dicho), flechazo, entre los dos y las cosas fueron muy rápido. En verano, él le escribía: “Sería muy hermoso, aunque no me atrevo a creerlo pasar la vida uno junto al otro, hipnotizados por nuestros sueños; su sueño patriótico, nuestro sueño humanitario y nuestro sueño científico”.
De la primera impresión causada por él, ella dejó:
“Me impresionó la expresión de su mirada clara y la ligera apariencia de abandono de su figura espigada. Su forma de hablar, un poco lenta y reflexiva, su sencillez, su sonrisa grave y joven a un tiempo, inspiraban confianza”.
Un año después se casaban. En 1899, con ya cinco años de matrimonio recorridos, lo calificaba como “el mejor marido que podría soñar […] Es un verdadero regalo del Cielo, y cuanto más vivimos juntos, más nos queremos”.
Durante este tiempo e iniciado el doctorado, en 1897 Marie Curie se quedó embarazada de su primera hija, Irène. Fue un embarazo complicado, con muchos vómitos y náuseas pero de desenlace normal. Poco después murió la madre de él y el padre se trasladó a vivir con la pareja: ayuda que les fue vital para poder combinar la maternidad con sus investigaciones. Se centraron en el estudio de la conductividad del aire. Trabajaban en un antiguo almacén cedido por la Escuela de Pierre pero que ofrecía unas condiciones precarias y austeras, era una “especie de cobertizo medio roto”. Allí se desarrollaron todas sus pruebas con pecblenda que tras tres años de mucho trabajo y duras penurias acabó desembocando en la extracción del radio. En el libro encontramos una descripción que da buena cuenta de cómo debió ser:
“En el patio del hangar, esa delgada mujer que apenas comía media salchicha de pie en todo el día, acarreaba de acá para allá cargas de veinte kilos y removía grandes calderos de mineral hirviente con una pesada barra de hierro casi tan grande como ella”. El 26 de diciembre de 1898 informaron a la Academia de Ciencias de su hallazgo con el radio. A partir de ahí todo cambió y la fama llegó.
El Nobel
En 1903 recibieron el premio Nobel, que no fueron a recoger hasta 1905. Y es que el mismo año que obtuvieron el galardón, Marie Curie, embarazada de cinco meses, tuvo un aborto que la sumió en una profunda depresión. Aborto que, muy probablemente, se debiera a los efectos de la radiación que padeció durante buena parte de su vida, que fueron causantes de su muerte, así como también de la muerte de Irène, su primera hija, de leucemia y con apenas 59 años. La segunda hija, Ève, pianista, periodista y escritora, muy alejada por lo tanto de los intereses de su madre y con un aspecto también muy distinto, femenina, coqueta y atractiva, murió con 102 años. Nunca fue sometida a los efectos radiactivos del polonio y el radio con los que investigó su madre y hermana.
En cualquier caso, la obtención del Nobel representó un cambio sustancial en la vida del matrimonio Curie. Él obtuvo una cátedra de Ciencias en la Sorbona y ella ascendió a jefa de laboratorio. En la ceremonia de entrega y como muestra del machismo imperante, él subió sólo al estrado y leyó el discurso en el que, eso sí, hizo copartícipe a Marie del éxito de ambos. Al poco llegó un nuevo embarazo, éste de Ève, la segunda hija y de desenlace feliz aunque incongruente para la madre porque le robaba mucho tiempo, preguntándose: “¿Por qué estoy trayendo a esta criatura al mundo?”. Así lo recoge Ève en uno de sus libros dando muestra de una infancia no demasiado dichosa. Para dos expertas en la vida de Marie Curie recogidas en la obra de Montero como Sarah Dry y Barbara Goldsmith, las principales contribuciones a la Ciencia de esta genial mujer fueron: para la primera, “llegar a la conclusión de que la radiactividad era una propiedad atómica de la materia”; y, para la segunda, “emplear un método enteramente nuevo para descubrir elementos midiendo su radiactividad”.
Una gran pérdida
La felicidad tampoco duró demasiado. El 19 de abril de 1906 tendría un significado y un impacto grande en la vida de Marie. Ese día Pierre sufrió un fatal accidente en plena calle al salir de una comida con colegas de la Asociación de Profesores de Ciencias. Llovía mucho y con demasiado tráfico, cayó y fue arrollado por un carro. Ya no se volvió a levantar. Lo cierto es que llevaba años de sufrimiento, consecuencia de los efectos continuados de las radiaciones a las que estaba sometido que le causaron agotamiento y “terribles e incapacitantes dolores de huesos”. En palabras de Rosa Montero, “la radiactividad le estaba deshaciendo los huesos”. La pérdida de Pierre supuso un trauma muy duro en su vida. Pierre tenía 46 años y Marie, 38. Habían estado 11 años casados.
Tras rechazar una pensión oficial, la Sorbona le ofreció hacerse cargo de la Cátedra de Pierre en la universidad. Ese mismo 1906 empezó sus actividades aunque la cátedra no se le concedió hasta dos años más tarde. Fue la primera mujer que enseñó en la universidad. Pero las fatalidades no acabaron allí. Empezaron a circular entre sus colegas rumores menospreciando sus aportaciones y trabajos otorgándole todos los méritos a su difunto esposo. Todo, muy probablemente fruto de la envidia, contribuyó a crear el gran fenómeno que fue esta mujer que supo levantarse una y otra vez y hacer frente a todas las vicisitudes que se presentaron. Para el gran público, de todos modos, seguía siendo una celebridad y “la rockera del laboratorio”.
En 1910 murió su suegro, a quien quería mucho y que había sido de gran ayuda en la crianza de las dos hijas. Pese a lo triste de la pérdida, ésta coincidió en el tiempo con un renacer de la ilusión y alegría en el corazón de Marie Curie, que por aquel entonces, ya cuatro años después de la muerte de su marido y con 42 años, se había vuelto a enamorar. El personaje en cuestión era Paul Langevin, cuatro años más joven que ella, antiguo alumno de Pierre, físico eminente y casado. En julio de 1910 ya eran amantes. Todo ello acabó en un escándalo público en la Semana Santa del año siguiente cuando la mujer de Langevin, detective mediante, se hizo con las cartas de amor entre ambos y decidió que se publicaran en la prensa. Marie Curie al volver de un congreso científico se encontró con muchedumbres lanzando piedras a su casa, donde vivía con sus niñas de 14 y 6 años. Precisamente ese 1911 recibió su segundo Nobel. Antes, recibió una carta exhortándola a no viajar a Suecia. En ella se decía: “Si la Academia hubiera creído que las cartas […] podían ser auténticas, es muy probable que no le hubieran concedido el premio”. Marie Curie, haciendo gala de su extraordinario carácter, respondió:
“La acción que usted me recomienda me parece que sería un grave error por mi parte. En realidad el premio ha sido concedido por el descubrimiento del radio y el polonio. Creo que no hay ninguna conexión entre mi trabajo científico y los hechos de la vida privada… No puedo aceptar, por principios, la idea de que la apreciación del valor del trabajo científico pueda estar influida por el libelo y la calumnia acerca de mi vida privada. Estoy convencida de que mucha gente comparte esta misma opinión. Me entristece profundamente que no se cuente entre ellos”.
Obviamente recogió el premio y esta vez fue ella quien leyó el discurso. Después, cayó nuevamente en un año de gran tristeza. En 1912 deambuló por distintos balnearios y casas de campo alquiladas. Se alejó del trabajo y la familia. Su hija Ève escribió años más tarde sobre este episodio: “Marie fue empujada al borde del suicidio y de la locura”. Langevin, por su parte, acabó separándose para años más tarde volver con su mujer, tener una amante que era una antigua estudiante y tener una hija ilegítima. La guinda fue cuando Langevin le pidió a Curie que diera trabajo en su laboratorio a la amante. Y lo hizo. Recuperaron entre ambos la amistad pero nunca más el amor.
Parte final
El tramo final de la vida de Madame Curie siguió siendo muy activo, a pesar de los efectos de las radiaciones, los dolores que le producían y el envejecimiento prematuro. A los sesenta años parecía una anciana. A pesar de los evidentes efectos sobre la salud del radio y el polonio, prácticamente no tomó demasiadas medidas de prevención hasta muchos años después de la muerte de Pierre. El impacto de esta irracional actitud se manifestó en ella pero también en una de sus hijas, Irène.
Participó en la Primera Guerra Mundial con las ‘pequeñas curie’, vehículos adaptados para incorporar máquinas de rayos X, muy útiles en el campo de batalla para detectar fracturas o problemas en los huesos así como metralla. Recuperaron aparatos de donde fuera en una gran labor. Ella llegó incluso a aprender a conducir e Irène también se implicó de forma intensa. Esto la reconcilió con Francia, que olvidó los escándalos y le otorgó el mérito que siempre había merecido.
Luego, Marie Curie viajó a Estados Unidos, participó en muchos congresos y conferencias científicas y lideró su flamante Instituto Curie junto a Irène. Murió a los 66 años, el 4 de julio de 1934. En el diagnóstico final ponía:
“Anemia aplásica perniciosa con rápido desarrollo febril. La médula ósea no reaccionó, probablemente porque había sido dañada por una larga acumulación de radiaciones”.