(A) Naguib Mahfuz, primer escritor árabe en ganar el Nobel de Literatura

Naguib Mahfuz fue el primer escritor árabe en ganar el premio Nobel de Literatura. Lo hizo a finales de los años ochenta por una obra que algunos comparan con grandes maestros del realismo como Dickens, Zola, Tolstoi o Dostoyevsky.

No fue a la entrega del premio por su poco interés por viajar fuera de Egipto. Apenas lo hizo en muy pocas ocasiones y en aquel entonces, en 1988, fueron sus dos hijas, Om Kolthoum y Fátima, y su amigo escritor, Mohamed Salmawi, los que volaron hasta Estocolmo. Éste último fue el responsable de leer el discurso en la ceremonia de entrega, donde destacó “los valores humanos, amabilidad e inteligencia de Mahfuz”.

De su amplia obra, destacan especialmente de forma muy relevante las novelas escritas entre los años 40 y 60, que retratan El Cairo de aquella época; de ahí que se le conozca como “el gran cronista de la capital egipcia”. Relativos a aquel periodo se subrayan de forma destacada su “Trilogía de El Cairo” y la que le llevaría muchos quebraderos de cabeza e incluso un intento grave de asesinato: “Hijos de nuestro barrio”. En la “Trilogía” relata las peripecias de una familia de clase media a lo largo de tres generaciones y un periodo que abarca desde la Primera Guerra Mundial hasta el golpe de estado de Gamal Abdel Nasser en 1952. La segunda, algo más compleja y con una carga espiritual importante, describe el discurrir de varios personajes a lo largo de amplios periodos de tiempo, erigiéndose en líderes de sus comunidades -todos nacidos en el mismo barrio y con muchas analogías al barrio cairota natal del autor de Gamaliya-. Su publicación fue prohibida en Egipto y en muchos países árabes al considerarla irrespetuosa o incluso blasfema con el Islam.

En ella, sus críticos encontraron claras alusiones a figuras religiosas trascendentes como Adán y Eva, Moisés, Jesús o Mahoma.  Costó tiempo, y mucho, hasta que pudo encontrarse en las calles de las principales ciudades egipcias y del mundo árabe. Incluso le valió una fatua en 1989 dictada por el jeque radical Omar Abdel Rahman, años después encarcelado en Estados Unidos como ideólogo de los primeros atentados (1993) contra las Torres Gemelas. Dicha fatua llevó a un ofrecimiento del gobierno de protección policial, que el escritor declinó, pero que tiempo más tarde se convirtió en estampa habitual en la parte final de la vida de Mahfuz.

La razón del cambio de opinión fue un serio intento de asesinato contra el escritor en octubre de 1994 y que estuvo muy cerca de matarlo. Dos fundamentalistas fueron los autores que, según recogía la periodista de la agencia EFE Belén Delgado, fueron ahorcados por intento de asesinato unos meses después. Le asestaron a través de la ventana del coche una puñalada en el cuello, que le afectó a los nervios y que le causó serias secuelas en la parte final de su vida. No fueron fatales porque su acompañante, su amigo y veterinario Fathi Hashem, reaccionó rápido, le taponó la herida y lo trasladó a un hospital cercano al domicilio de Mahfuz, del que justamente acababan de salir.

Desde aquel episodio, se describe en artículos de The New York Times,  a “un hombre enjuto, delicado, frágil, que había perdido gran parte de visión y oído y que apenas gracias al efecto favorable de las medicinas podía trabajar media hora seguida”. “Cada mañana, se explica, un ayudante dedica una hora a leerle los titulares de la prensa, incapaz -el escritor- de leer o ver la televisión”. Atrás quedaban, por lo tanto, viejas costumbres -y placenteras para él- como caminar hasta al café, repasar la prensa y acercarse a las oficinas del periódico Al Ahram, donde durante bastante tiempo dispuso de una columna de opinión, que entregaba en mano. De hecho, según relatan, escribía a mano como parte esencial de su proceso creativo. Afirma el propio Mahfuz no poder dictar -en esta última etapa de su vida- sus obras por carecer de este proceso de ida y vuelta, en diálogo permanente, entre cabeza y papel pasando por la mano y el lápiz.

Por supuesto, todo ello le dificultó mucho seguir con una producción literaria, que se califica de prolífica, con una treintena larga de novelas y varias recopilaciones de cuentos, muchos de ellos pertenecientes a sus inicios como escritor y en buena medida publicados.

Peter Theroux, traductor americano de algunos de los más destacados escritores árabes, subrayaba de Mahfuz “la calidez de sus personajes, la agilidad con la que avanza el hilo argumental, el regalo de sus diálogos fluidos y la riqueza en detalles”, como factores que hacen de este escritor alguien “único”. Brad Kessler, en el Magazine de The New York Times iba incluso más lejos y comparaba el “árabe de Mahfuz” con el “inglés de Shakespeare”.  Aún así, el propio autor, tímido y modesto, en alguna ocasión había afirmado considerarse un autor de “cuarta o quinta categoría”. Obviamente para los que le concedieron el premio Nobel y para muchos de sus colegas y compatriotas no era así.

El autor egipcio de uno de los libros de mayor popularidad internacional cosechado en lo que llevamos de siglo XXI (“El edificio Yacobián”), Alaa al Aswani, aseguraba ver en él “a nuestro padre”, con lo que ello conlleva de relación “compleja”. “Por un lado se le aprecia, pero por el otro se le quiere superar”, añadía. En cualquier caso, aseguraba: “Fue una persona única, fundó la novela árabe moderna y la hizo evolucionar por sí sola durante décadas”. Y lo hizo, además, en una lengua -el árabe- que para los más expertos, es ideal sobre todo para la poesía, pero que él supo trasladar con toda su delicadeza y matices a una prosa de altos vuelos.

Creía en el diálogo entre culturas

El más pequeño de siete hermanos, había nacido en diciembre de 1911 en el barrio de El Cairo de Gamaliya. Su padre era funcionario y él mismo también lo sería durante buena parte de su vida, hasta “su jubilación”. De hecho, como escritor y pese a ser traducido a una veintena larga de idiomas desde “el indonesio al islandés pasando por el hebreo”, no se ganó generosamente bien la vida hasta recibir el Nobel a finales de los ochenta. Eso sí, fueron 390.000 dólares, de los que un porcentaje reseñable lo entregó a entidades caritativas. En la universidad estudió Filosofía, graduándose en 1932, y no fue hasta los 42 años que se casó con una cristiana, Attiyat-Allah.

Esto último -no demasiado usual en los países árabes- es sencillamente otra muestra de las convicciones de este escritor, fiel defensor de los valores religiosos interpretados desde una lógica muy alejada de los extremistas. Mahfuz creía en el diálogo entre culturas, reivindicaba la suya como una de las más antiguas y ricas de la historia de la Humanidad, y no encontraba ningún tipo de inconveniente entre el Islam y sistemas políticos y sociales democráticos. Así lo aseguraba en una entrevista con el semanario alemán Der Spiegel en marzo de 2006, al afirmar que “si analizamos la situación cada vez que se produce un enfrentamiento, veremos que los valores anclados en el Islam y el cristianismo no fomentan el conflicto de ningún modo, sino todo lo contrario, ambas religiones hacen un llamamiento a la convivencia pacífica”. Definía a la religión como “el amor a la gente y a la vida” y como “una relación íntima entre la persona y Dios”.

Abominaba, por lo tanto, de los extremismos y posturas fundamentalistas y era un claro defensor de los Derechos Humanos y de valores esenciales como los revolucionarios franceses de “libertad, igualdad y fraternidad”, como máximas de plena vigencia, “validez y que para mí son de obligado cumplimiento”.

También tuvo detractores, no sólo entre aquellos que consideraron su obra como “blasfema”, sino también entre oponentes intelectuales y políticos que le criticaron que aprobara los acuerdos de paz entre Egipto e Israel de 1979, o que como máximo responsable de la Academia Nacional de Cine favoreciera la adaptación al cine de sus novelas, llegando incluso a ganar un premio en 1962. Fuera de las fronteras de su país, el mejicano Jorge Fons también llevó a la gran pantalla, aunque trasladada a la geografía y particularidades del país centro-americano, la novela “El callejón de los milagros”.

Precisamente sobre Israel, abiertamente partidario de su existencia como país, no dudó en criticar la ocupación de territorios palestinos o el uso de la violencia en el conflicto. Así, dijo en una entrevista con El País en el año 2000: “Doy gracias a Dios de ser ciego, para no ver la muerte de los niños palestinos”. “Nunca pensé que Israel pudiera obrar así”, añadió, para concluir: “Siempre he tenido un alto concepto de ellos, siempre los he juzgado como un pueblo muy civilizado, incapaz de actuar de forma irracional”. Años más tarde también se manifestaría contrario a la guerra de Irak, a la vez que denunciaba el régimen de Sadam Hussein, pero no consideraba que el bombardeo fuera la solución: “Me opongo a Sadam y me opongo también a esta guerra. La guerra generará una cantidad enorme de destrucción, no sólo en Irak sino en todo el mundo árabe. Esto es algo que no necesitamos”, lamentaba.

La vida como placer

Naguib Mahfuz murió en agosto de 2006. Había sido ingresado un mes antes tras darse un golpe en la cabeza en su casa próxima a la ribera del río Nilo. Su salud durante los últimos quince años de su vida fue bastante crítica y delicada, aunque no por ello dejó alguno de sus vicios (aunque sí redujo) como el tabaco, pese a recomendación médica. Pese a todo llegó a los 94 años. De moral epicúrea, en 1993, había expresado a Le Figaro sobre el sentido de la existencia que éste “no es independiente de la vida misma. Vivir quiere decir comer, beber, dormir, amar, trabajar, pensar. Tal es el sentido de la vida”. Años más tarde, sobre la muerte, afirmaba: “Este es el camino de la vida. Vas perdiendo los placeres de la vida de uno en uno hasta que no queda ninguno. Y entonces sabes que es tiempo de marcharse”. //

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